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Virgo

CAP I: el galeón

Entre imágenes borrosas y confusas, se tambalea una frágil nave en medio de la tempestuosa tormenta de un mar airado en medio de la nada. Desorientados, el capitán se halla inconsciente mientras la tripulación improvisa para resolver su supervivencia. Se arrojan cuerdas, se suplica a Dios en rezos y se ordenan maniobras entre gritos sordos ante los rugidos de un mar que insiste en golpear la nave, mientras el cielo aturde con el ruido incesante de tornados y truenos, encegueciendo con el impacto de relámpagos por todo el ambiente, cargando de corriente aquella inmensa masa marina plagada de bestias gigantes y desconocidas sobre la cual surca la pequeñez de la nave humana luchando por sobrevivir. Aquella pequeñez del genio humano que es incapaz de sobreponerse ante aquella pequeña muestra del gran poder que tiene la creación. Así, cuando uno de aquellos tripulantes se asoma por la borda, la reacción súbita de alarma sucede en la nave: el hombre había caído. Sin embargo, esta escena solo ocurre en la mente de algún hombre, pasajero de la gran nave española Galeón Trinidad. Que había zarpado semanas atrás desde A... hacia los puertos de Indias. Esta nave, gigantesca en comparación con los barcos de la referida visión. Surcaba el mar con la entera tranquilidad de una embarcación comandada por aquellos hombres que habían dominado el mundo con tres siglos de exploración marítima. Conquistando y colonizando las tierras desconocidas de ultramar. Desconocidas e inimaginables para el hombre de hace 300 años, pero dominadas para el hombre de ahora. Descifrando el cielo para orientarse, descubren las rutas más apropiadas para un viaje tranquilo, evitando temporadas y vientos perniciosos. Transportando toneladas de cargas en cultivos y manufacturas para sostener el comercio y la economía que dan prosperidad a la civilización. Así, mientras el cielo despejado del trópico se corona con un sol radiante en su zenit, la nave avanza mientras los tripulantes juegan cartas y se entretienen entre rezos, bailes y lecturas — Dicen que en estas tierras se esconden las mujeres más bellas que existen sobre la faz de la tierra —comenta uno de aquellos entre conversaciones de tragos— y que aún conservan costumbres de sus raíces precolombinas. Por lo cual, al caballero español, que además es estimado por bello y buenmozo, le permiten todo tipo de sinverguenzuras, como tener decenas y decenas de concubinas. — Pensar que muchos se empeñan —agregó otro— por una mojigata e insípida castellana, teniendo el paraíso a tres semanas de barco. — Pero también se comenta —dijo alguien más— que la corona borbona impone un régimen estricto de regulación al comercio. Que es imposible conseguir lo que hay en La Metrópoli sin pagar 3 veces su precio, ni vender lo que se produce en Europa si no se hace a la tercera parte de lo que se vende en La Metrópoli. — Ja, —estalló la risa de otro— con lo fácil que es comerciar en Indias ¡Y tú te vas a preocupar por los regidores!— La piratería es —explicó, bajando el tono a discreción tras notar el paso de un oficial cerca— el pan de cada día en Indias Se comercia con holandeses, franceses e ingleses por la mitad del precio que se comercia con españoles para comprar y se vende al doble. — Si la piratería fuese tan rentable —replicó su contertulio— ¿por qué todos prefieren irse a Perú o México antes que a Venezuela o Cartagena? — ¡Porque Perú o México sólo son rentables —respondió el hombre— para aquellos que vienen a ejercer de funcionarios públicos! Precisamente —agregó— porque se enriquecen con las ventajas de su cargo. Aquél que no tiene enchufe y busca mejor vida en Indias, debe ir a Cartagena o Caracas. ¿Has visto un mapa del Caribe? — Pues no los he visto porque casi no existen. Pero no termino de entender la idea de lo que me explicas. Si la piratería ayudase tanto, no existiría ese miedo tan generalizado a los saqueos que existe entre todos. Nadie quiere quedarse en Caracas o Cartagena… — Mira esto —interrumpió el hombre, descubriendo de su mochila un folio grande e importante— esto que ves, —señaló, desenrollando un mapa sobre la mesa—, es el Caribe. ¿Qué notas? —Veo un montón de islas entre el mar y las costas de la tierra firme española —respondió, curioso por entender la cartografía expuesta—. — ¡Exactamente! —celebró el hombre— Y estas islas que ves son españolas. Pero también encuentras antillas francesas, inglesas y holandesas. !Competencia para el monopolio borbón, imposible de controlar! Puedes comerciar con cualquiera adquiriendo una pequeña fragata. Mira nada más: Aruba, Curazao y Bonaire son visibles desde la costa de Coro. Se comercia con los holandeses que tienen sus colonias en Guyana y con los ingleses y franceses que tienen sus colonias en el norte de América. Todo, conectado por una red insular que conecta las antillas como Jamaica, Barbados, Guadalupe, Dominica, Martinica, Grenada… Islas españolas que se entregaron a los extranjeros porque no se podían sostener pero que ahora ellos aprovechan al máximo para producir y comerciar. — Sabes mucho de estas cosas —interpela el contertulio—. — Pero no sé tanto como quisiera —respondió el hombre— Y es por eso que vengo acá. Porque de estas tierras no se escribe nada desde que se conquistaron. — Menudo personaje eres. — Y aún lo estoy escribiendo —respondió—, mi apellido quedará en la historia si hago las cosas bien. — Pero debes manejarte con cautela —aconsejó el contertulio—, aún estás joven y esa galantería despierta celos. Antes de sumirte en la aventura para hacerte un nombre, debes prepararte y estudiar mucho. Pues, son más los incautos que se cobra la historia por apresurados que los que verdaderamente logran hacerse un nombre y dejar algún legado ¿Entiendes lo que te digo? Ten cuidado, especialmente en tierras que no conoces. Más aún de los hombres que no conoces. La vida es larga y tienes tiempo para cumplir tus metas, pero asegúrate de prepararte para cuando se presente la oportunidad de estampar tu nombre como buscas. — Créeme que lo he pensado y tienes razón. Por eso mi primera etapa se dará llegando a un lugar más tranquilo donde podré estudiar más antes de aventurarme en algo más atrevido. Rebuscaré en Perú y México con sus universidades y ya luego me adentraré en el Caribe o el Amazonas. Lo que Dios me permita primero. ¡Aprovecharé que tengo familia y conocidos por buena parte del Nuevo Mundo! Y mientras aquella conversación fluía, entre esta tripulación figura otro joven que será importante para nuestra historia. Tiene unos 15 años de edad, piel bronceada y el ceño fruncido. Taciturno, contempla desde la borda el escenario, pierde su mirada en el panorama. El vaivén de la nave le hace conducir el pensamiento con un silencio imperturbable. La insondable mística del océano y del mar parece poca ante la profundidad que encierra su pensamiento, pero él parece esforzarse por entenderla. El golpeo de la marea hacia la proa le suscita una abstracta tranquilidad. Y el avance de la nave al viento de la vela le produce especial respeto. Aquellas vergas y mástiles se elevaban a tantos metros de altura, que con el movimiento de la nave parecían venirse a pico. Pero la destacable ingeniería de la embarcación la hacía avanzar sin inmutarse. Los oficiales alternaban sus tareas con cambios de turno y guardia sin que ninguna quedase sin atención. Cualquier inquietud sería advertida con importante antelación. Se registraban coordenadas midiendo periodos y distancias con cuadrantes y se divisaba sin ningún impedimento la totalidad del panorama por el tiempo tan despejado que se daba en aquella jornada. Así, el joven se permitió pensar: «Primera vez que conozco el mar» —dijo dentro de sí— «y es en esta situación». Nadie conoce su nombre ni procedencia, a excepción de otro joven fraile que circunstancialmente le acompaña durante el día. Y con quien apenas intercambia las palabras necesarias según el momento y la situación. Aquél, porta un hábito blanco con una capucha negra, es flaco y porta anteojos. Además de tener prematura calvicie. Todo indica que pertenece a la orden D... —«J… » —escuchó el taciturno joven que una voz lo llamaba, después de unos pasos que la anunciaban. Era su amigo el fraile— «los oficios terminaron y no te encontraba» —reclamó la voz—. «Ya es hora de comer» —agregó—. «Por favor, ven» —terminó—. «y es en esta situación» —se repitió otra vez el joven, procediendo a atender la orden de su amigo.

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